Cuando era niña, disfrutaba expresarme. Me gustaba cantar en público, bailar, y eso me traía alegría.
Pero en el colegio esos afanes se fueron opacando, porque llamaban la atención y provocaban rechazo del resto.
Así que me guardé en mi soledad, para evitar daño. Entonces quise escribir, cantar en la ducha, bailar en mi dormitorio, pensar y pensar.
Quise volverme una extraña, para que nadie supiera cómo era en realidad y así sentirme libre.
Pero la tristeza se apoderó de mi corazón, porque igual que todos necesitaba estar cerca de otros para sentirme ser humana.
Pasaron años de melancolía y tristeza, días que se terminaron cuando tomé la decisión de dejar atrás las actitudes y personas que me hacían daño, y me preocupé de alcanzar equilibrio emocional.
Y desde ese momento, este camino cuesta arriba me ha dado gratificaciones, más que nada en la vida. Puedo mirar a un otro sin miedo de ser atacada o incomprendida. Sé que aún no logro decodificar todos los códigos, pero sé quién soy, cómo soy y lo que quiero en la vida.
En paz.